MÚSICA NUESTRA I

Después de tanto tiempo escucho una agrupación post setenta en vivo, Sol y Lluvia; con su exquisita manera de ponerse al son del ritmo del sístole y el diástole en multitudes que vociferan En un largo tour por Pudahuel y La Bandera. Dicho grupo pertenece a porción de ex jóvenes que encontraban escandalosa la censura a la marihuana y a los pensamientos libertarios de todo orden y sentido, sus letras y ritmos cardiacos de la batería que cae en cierta monotonía después de un buen rato asumieron algunos músicos que se quedaron dentro de Chile bajo la dictadura militar. Sin el privilegio de culturas orientales, ni becas artísticas ni tours por grandes ciudades de Europa y estados unidos, al menos financiados por el Estado aquel o por el exilio (sin ánimo de interferir la dignidad de muchos artistas que vivieron el desarraigo forzoso de su tierra). Su paseo fue casi siempre en las poblaciones, en escenarios pobres y con aquella gente de pueblo sencilla y fanática, representada por estos híbridos hippies mestizos, valentones y ojos rojos. Cabe señalar a Shwenke y Nilo, Transporte Urbano, y me quedo muy corto.

En el concierto del Estadio Víctor Jara tropecé con los coros interminables de la agrupación Sol y Lluvia, Labra y compañía tocando sin desgano claro, eso se agradece siempre de ellos. También brinqué algunos coros míticos y éxito de ventas y pirateos de largos años. Solo ellos se atrevieron a llenar el Estadio Nacional (65.000 asistentes) cuando Inti Illimani, Illapu, Quilapayún e incluso los Prisioneros ya estaban a la palestra del momento masivo y tratándose de los mayores exponentes anti-dictadura y por supuesto, los tres primeros formando parte de la Nueva Canción Chilena de los setenta.

Extrañé conclusiones favorables a la experiencia en mucha de aquella gente de izquierda sumado a la división de los Illapu que cada vez debilitó más las nuevas creaciones, la fractura poco honrosa de los Inti, la exigua calidad de antaño de los Quila (al menos en dos conciertos a los que asistí, puede ser mi oído quizás), los peldaños abajo que me provocó Eduardo Carrasco, cofundador vocalista de Quilapayún a partir de su libro de las estrellas que caen o son negras, me desentiendo del título, lo olvidé de tanto esperar alguna frase de agradecimiento a lo que fue su corazón en aquellas correrías de rebelde. Un hombre puede pronunciarse alterado, confuso o crítico respecto a su pasado, está en legítimo derecho natural pero no desvirtuar ni renegar de aquello que le dio los pálpitos que lo condujeron a un estado presente en la comodidad que muchos otros no tienen (y no por que sean flojos).

La simpleza que noto está en lo que reúne a los seres humanos, y aquellos cantores y músicos que sienten como sienten sus públicos, que viven como aquellos que dicen representar (o al menos son algo austeros en su legítima posición acomodada; adquirida o legada), que solidarizan en el momento de sincronismo mágico y científico que une sentíres, pesares y sueños por mejorar la especie. Entonces me hago partícipe de una conclusión que yo sí saco, no respecto a Carrasco y otros, sino respecto a las canciones.

Nos pertenecen todas, las cebolleras y románticas, las cumbiancheras y las de luto, las de compases fáciles de imitar con el cuerpo, las de letra sencilla y las más “graduadas”, las de protesta sobre todo.

¿Qué importa lo que diga el artista luego de desentenderse o francamente no entender las obras que hizo, lo que significaron? La gente pierde, esconde o desconoce las biografías, pero la letra y su desgarro, el compás y melodía siguen abriendo puertas en el resto.

Nadie olvida lo que vivió, se extravían detalles pero la música es un eslabón importante, se escucha una melodía y se recuerda acontecimientos extraviados en lo cotidiano; entonces se allegan amores, nostalgias familiares, noches de juventud púber, consignas, marcas de objetos, etc. Se atiende a un vocalista o un registro de instrumentos grabados en la memoria del pasado remoto y reciente, entonces se despiertan los hechos de una época y lo que Violeta Parra, por ejemplo, descubría en el infinito para cantarlo a sus gentes populares, lo que cantó Gardel también se afirma en el romance que hasta los más fríos o frívolos sienten y la tía Eulalia se recuerda de los pasos inseguros de su marido, llevándola a duras penas en el Tango de una noche de verano. Tampoco la ranchera altisonante en las veladas campesinas de año nuevo y respetuosos responsos de velorio a mesa llena y chuicos[1] vaciando.

Las canciones aquellas son nuestras, fue nuestro propio ímpetu que golpeaba firme y tiernamente en aquellos que fueron el instrumento de lo popular. Qué importa que Jorge González haya echado dos o diez veces de la banda al guitarrista Claudio Narea o si extravió parte del virtuosismo entre las nalgas de la democracia lánguida de la nueva clase política y económica post dictadura. O si la cocaína le fracturó en algo la compostura recta o más lúcida. La Voz de los Ochenta no es menos que representativa de su época, de su juventud, tal cual a Todos Juntos de Los Jaivas durante los setenta, agrupación que por no casarse con el discurso vociferante y casi-casi cuadrado del panfleto de otros no terminó cazándose la lengua con el presente y el compromiso con la vida, la comunidad y la alegría popular, mezclado con experimentos que igual significan la simpatía en todo escenario, cómo olvidar que le dieron voz a la voz que Neruda pretendió interpretar de Machu Picchu. Caso similar con Congreso, que instaló Hijo del sol luminoso y Para la Libertad. Ellos evocan nobles deseos desde antes y hasta ahora, sin verse atrapados por consignas de borrachera o fanatismo que después se abandona.

Consecuentes los menos habladores, porque se ocupan de lo que dicen (y más encima con letras incendiarias), se han ocupado de su trabajo sin pretensiones mayores ni ánimo de figurar por la boca, de aquel trabajo de movilizar conciencias al son de nuevos o viejos ritmos.

Es cierto, canto que ha sido valiente, siempre será canción nueva. Y le agrego que es nuestra definitivamente, no se la puede llevar a un notario ni Carrasco ni el más deschavetado Blades para inscribir que no se puede escuchar ni sentir. Tampoco se puede esconder en la gaveta de los arrepentimientos ni en el sarcófago de la memoria, porque son nuestras imaginaciones y vivencias que están ahí, en lo que el joven aprendiz de pueblo plasmó bellamente, tal como el maestro pueblo le sopló al oído y al ojo...

Luis Emilio Barahona

[1] Receptáculo, botellón o jarrón de vidrio sellado con corcho bañado en resina quemada, siempre de vidrio y que contenía chicha o vino, pariente mayor en tamaño de la “damajuana” y antecesor de la “Garrafa”, que aún hoy se expende en botillerías de Santiago y sobre todo en el campo.

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